Hace muchos años atrás, me vi en la responsabilidad de buscar un liceo donde estudiar, porque se acababa mi estancia en la paternalista educación básica, y como siempre he sido una persona independiente, esta decisión era solo mía.
Después de no quedar en uno que quería, terminé optando por el liceo al que estaba postulando mi mejor amiga. Un liceo antiguo fundado por la poetisa Gabriela Mistral, uno de los varios que fundó y financió, ya que dentro de su activismo, la educación de las niñas chilenas tenía un rol importantísimo.
Como todos los liceos municipales, tenía una infraestructura carcelaria, desprovista de cualquier lujo, pintado de blanco y gris. En uno de los jardines se amontonaban planchas de mármol, que alguna vez fueron la escalera de la casona en la que fue fundado en un principio. Contaban las profesoras más antiguas, muchas de ellas ex alumnas del liceo, que por esa escalera bajaban al graduarse y recibir su diploma. En mi mente era lo más similar al Cotillón de Gossip Girl
En la Unidad Técnica Pedagógica (UTP), había un busto de cobre, una cabeza enorme forjada, con el peinado característico y líneas de expresión de Mistral. No se suponía que debíamos tocarlo; pero me gustaba sacarle brillo con la manga de la blusa en ese momento en que las inspectoras se distraían yendo a buscar a la enfermera para que me preparara un agua de hierbas. Yo decía que tenía dolores premenstruales, pero en realidad tenía ganas de saltarme clases y dormir en la camilla.
En mi mentalidad adolescente, el nombre Gabriela Mistral era sinónimo de premios internacionales en un momento histórico complejo para el mundo. Cuando era el cumpleaños de la poetisa o el liceo estaba de aniversario, las actividades siempre la incluían, ya fuera alguna alumna declamando un poema al inicio o una breve reseña de su vida y obra leída por alguna profesora. Me daba un poco de nervios cuando las alumnas declamaban descalzas en el gimnasio techado, vestidas de blanco por algún motivo, en pleno mayo. Me llama la atención que cualquier actividad artístico cultural siempre tiene a alguien vestida de blanco.
De ese liceo de infraestructura carcelaria y salas heladas, solo rescato la biblioteca. Era un anexo enorme, con muchas donaciones de ex alumnas que siguen el legado de Mistral, donaban obras completas de literatura y poesía que estaban a nuestro alcance, solo había que anotarse en las fichas y devolver el libro a tiempo. Intenté por mera curiosidad leer la obra de Gabriela Mistral y la verdad es que no pude conectar nunca, en esa época conectaba más con Harry Potter y sus aventuras en Hogwarts. No me causaba nada leer piececitos de niño, lo encontraba derechamente aburrido. Tampoco entendía Desolación, ni ninguno de los poemas que llegaron a mis manos. A veces, simplemente no hay conexión, y si hay algo que ha sido fundamental en mi crecimiento lector es que no es lo que lees, sino cuándo lo lees.
El verano antes de entrar a cuarto medio fuimos de vacaciones a La Serena, no era ninguna novedad ya que íbamos todos los años, y creo que conozco a esta altura de mi vida, toda la cuarta región. Me gusta pensar que soy una serenense honoraria. Lo que fue distinto ese año, es que hicimos el tour de Gabriela Mistral, pasando por su lugar de nacimiento, el colegio de Vicuña donde hizo clases y culminando con su tumba.
Fue un recorrido emocionante, entre medio de los cerros, ver las tierras que la vieron nacer, el hogar humilde en el que creció, incluso el banquillo en el que se sentaba a escribir detrás de su cuaderno los primeros proto poemas que le darían fama mundial. Quizá siempre fue algo etéreo para mi durante mi paso por el colegio, pero estar ahí, en el lugar de los hechos hizo la vida de la poetisa algo tangible.
Creo que lo más impresionante es su tumba, tiene una vista fenomenal del valle del Elqui y ese día había un señor tocando un arpa; no me imagino una mejor forma de descansar bajo la tierra, con un arpa arrullando ese sueño eterno.
No me sentí nunca conectada a su poesía, pero sí a su tierra, al valle, al sol, al cielo infinito.